No es momento de callar
Columna Maleja
El silencio ha sido utilizado históricamente como un arma simbólica de control sobre la población. Es un mecanismo deseable para algunas narrativas, pues resulta ser un instrumento eficaz para dominar las voces que “no merecen o no deberían” ser escuchadas. El silencio es una manera de asegurar que los cuerpos y voces subalternas, otras, incómodas, diferentes, no se salgan del lugar de subordinación que les ha sido asignado en el tablero social diseñado para que unos puedan ejercer dominación sobre otros. En últimas, es una manera en apariencia sutil pero violenta de perpetuar discursos hegemónicos que se mantienen vigentes en las narrativas oficiales.
Si aceptamos el silencio como algo deseable y necesario frente a lo que nos incomoda, inconscientemente estamos dando nuestra autorización para que siglos de colonialismo sigan gobernando nuestra manera de habitar en el mundo. Para el poder, el silencio es deseable porque es un caldo de cultivo para que múltiples opresiones se sigan reproduciendo y nadie se pueda oponer a ello. El silencio en situaciones como las que atraviesa el país actualmente implica aprobar a los gobernantes en su retórica de “torre de marfil”, donde no escuchan ni les importa los clamores de la población. Y en una sociedad donde cualquier grito es silenciado, el llamado a la incomodidad es un imperativo urgente. La población no está tranquila, no está segura, no está protegida y eso se debe sentir.
Así las cosas, resulta necesario encontrar herramientas que puedan romper ese pacto de silencio con la idea conveniente -para el poder- de mantener la boca sellada. La protesta social es uno de esos espacios donde el silencio desaparece y las voces “incorrectas” por fin encuentran un lugar para emerger. Por eso mismo este lugar es un espacio que casi nunca se desarrolla de manera idílica. La protesta social implica gritar y hacer mucho ruido, cerrar calles, bloquear el transporte, rayar paredes y por supuesto, desestabilizar la cotidianidad. Esto implica afectar la normal distribución de la comida también, porque el ruido es disruptivo en una sociedad que bajo la consigna del “orden” pretenden mantener tras bambalinas la realidad: altos índices de pobreza, violencia desmedida y en panorama hostil para las nuevas generaciones.
La protesta social busca entonces poner una ciudad en descontrol y en medio del caos, porque este es uno de los últimos mecanismos que tenemos como ciudadanos y ciudadanas para que nuestro inconformismo y desazón frente a lo que no nos conviene no sea ignorado. Aunque los grandes discursos atrincherados en el poder de los grandes medios de comunicación, quieran estigmatizar de apocalíptico esta expresión, la manifestación social es una manera de hacer saber que la ciudadanía existe y que tiene voz. Además, permite ver desde diferentes expresiones artísticas que hay mucho más que ganar, cuando se asume desde la expresión las posiciones frente al contexto para crear un contrapeso al poder. Por eso no puede existir un “protestodromo”, por eso la protesta no puede ser los domingos, en horario familiar y por el andén. No, se tiene que sentir, tiene que hacer temblar.
También hay que anotar que en Colombia y en sus principales ciudades, la protesta social en los últimos años ha sido un escenario para que justamente más opresiones sociales se multipliquen en medio de las manifestaciones. No podemos olvidarnos que en el 2019, Dilan Cruz fue asesinado por agentes del Esmad en medio de una jornada de protestas. No podemos olvidarnos de los 13 jóvenes, que también fueron asesinados cuando la población civil decidió reaccionar frente a la brutalidad policial que desembocó en la muerte de Javier Órdoñez el año pasado. Y mucho menos pueden quedar en el olvido los jóvenes de Palmira y Cali que quedaron heridos en los cañaduzales. Ni los menores de edad que a 31 de mayo de 2021, han sido asesinados por la fuerza pública.
Colombia no es un país seguro para que la gente salga a la calle y pueda lograr que su voz sea escuchada. Sin embargo, permitirnos que la amenaza de la brutalidad y violencia policial nos aleje de las calles es otra victoria que no podemos regalarle a un gobierno que prefiere matar a sus ciudadanos, en vez de protegerlos cuando estos muestran su inconformidad con las pésimas decisiones que ellos están tomando. Un gobierno que vive en una realidad que ni siquiera es paralela, en donde cree que basta con retirar reformas para sanar las heridas de su arrogancia e inconsciencia.
En Colombia los aparatos estatales prefieren vernos en silencio porque así es más fácil ignorar que sus malas decisiones, sistemáticamente, permiten que los y las colombianas sean masacrados a plena luz del día o bajo el cobijo de la noche. No es momento de callar. No ahora y menos en estas circunstancias por las que estamos atravesando.
Muy buena columna de opinión sobre la realidad del paro nacional 👏🏻